lunes, 23 de septiembre de 2013

Whirlwind.

Hay otoños que me dan la vida otros me la quitan.
"Creo que debes poner en orden el torbellino que hay ahora mismo en tu cabeza, pero date prisa, porque los pájaros pueden hacer uso de su libertad y salir volando. Ninguno en su sano juicio iría hacia un torbellino". Aquel pequeño fragmento de la que ahora es mi historia transcurrió durante uno que precisamente me lo dio todo. Unos cuantos más tarde,  recogió lo que había regalado a ojos ciegos.
Es curioso, quizás tenga complejo de hoja, a veces caduca, otras perenne, pero yo soy una que nunca es mecida suavemente por el viento hasta tocar el suelo, siempre he sentido el golpe en mis huesos. Tal vez por eso he aprendido a volar por mi cuenta, aún sin alas creo acariciar el mismo cielo.
El invierno siempre ha estado dispuesto a brindarme su abrigo y caer en un profundo letargo, renovándome y creciendo, lentamente para terminar en un refulgente final en primavera, entera, completa. En verano era otra historia, me dejaba mecer por las saladas aguas de los mares y océanos, conocía cuanto había a derredor, y principalmente a quien más desconocía, a mí misma. Pero tras éste último siempre volvía, me abrazaba y me dejaba deseando ansiosa un mejor transcurso, o preparándome para uno no tan bueno.
Así transcurrían las estaciones, y con ellas los años, sin nuevas noticias, ni cartas, ni postales, ni un deseo de un cercano reencuentro confiado a una estrella, ni mi nombre en el viento dominante.
Cuando la piel empezó a desaparecer para dejar al descubierto el esqueleto de unas esperanzas que comenzaban a descomponerse y traerme comienzos, la vida, hace que las cosas sucedan cuando menos lo esperas, aquello que habías pensado tantas noches y ratos muertos.
Aquel fue el definitivo, tras la caída de las primeras hojas lo encontré, o me encontró a mí, o fue la vida la que nos encontró a ambos, y pretendiendo elaborar el comienzo de un discurso mis labios dibujaron unas palabras en el vacío que parecía envolvernos. Y por mera suerte o espontaneidad, dijo:
"Siempre he pensado que la demencia no es más que otro síntoma de que estás vivo, y casualmente yo  siempre me he sentido como un pájaro demasiado vivo, uno con debilidad por los torbellinos, me temo."
Mi aliento ascendió, se transformó en vapor y se dispersó. A cambio yo recibí otro par de alas nuevas.

domingo, 15 de septiembre de 2013

The search of beginnings.

Algún día sabrás porque todo lo que tocas se desvanece, porque lo realmente importante no alcanza a nuestras manos, huye por lo poros de nuestra piel allá donde no pueda ser destruido o masacrado. Son ese tipo de cosas que constituyen nuestros pilares, y como todo sustento, debe ser protegido.
Y quizás cuando hablamos de este tipo de cosas nos referimos a algo que sentimos tan nuestro y se nota en lo hondo del pecho, hacemos referencia a "nuestros hogares", pero yo siempre he sido de la opinión de que un hogar no es lo mismo que una casa, un hogar (para la gente que sabe de vivir) son personas, y como las personas, si nos envuelve con su olor y calidez ya pueden formar parte de nosotros, y viceversa.
Y tal vez, cuando hagamos una larga travesía, hayamos sentido que nos han arrancado y dado muchas cosas en la vida y hayamos encontrado un hogar, un lugar al que pertenecer, alguien nos preguntará que dónde se encuentra dicho hogar, y entonces, y solo entonces, responderemos con el nombre de la única cosa importante que se ha quedado a nuestro lado, ignorando el peligro que corre de ser dañada y que dejará que nuestras manos la toquen para poder estrecharla entre nuestros brazos.

miércoles, 10 de julio de 2013

De latidos y de cielos compartidos.

Sonrisa triunfante, y por tanto conducta de triunfador. Cucharilla y sabor a nata, bizcocho y fresas.
Época de fiestas y familia, la nieve incesante, niños impacientes, envolturas de regalos aguardando su final bajo un abeto perfectamente decorado con motivos navideños y... Yo.
A esta última frase le sentaría de maravilla aquello de: ¿Qué palabra se ha colado aquí? Entonces, obediente y con cara de inocencia levantaría la mano confesando mi culpabilidad. Yo. Pero es que yo nunca formé parte del mural de los acontecimientos, ni el de los perfectos compañeros, amigos o amantes. Culpable.
¡Qué perfecto idiota!
Con su reluciente despacho en la empresa más prestigiosa de la ciudad, su maravilloso puesto, el primero de su promoción, padres sonrientes, vida perfecta.
Sacar las llaves del bolsillo del abrigo, abrir la puerta de su hogar, mortífera soledad. Siempre me ha gustado el otro punto de vista, el de la aparente perfección.
Es que, una vez que estás dentro del pellejo del que está bajo la atenta mirada acusadora de la pretenciosa perfección la cosa pierde cierta gracia.
Bueno, pero esta no va a ser la historia del niño bien frustrado por los deseos de sus padres.
En cierto modo, sí sería así, pero a cada uno le basta con sus propias manos para asfixiarse.
Creo que mi pecho nunca se había sentido oprimido, hasta el momento clave del impacto y las posterior devastación. O mirándolo desde los ojos del propietario de la caja torácica (en la cual temblaba cada vertebra con la simple contemplación de un amanecer desde cierto momento de su vida), sobre su pecho siempre había hecho de las suyas (al parecer) toda la presión acumulada en los confines del mundo, pero cuando se daban las condiciones necesarias, la presión volvía a sus orígenes. Pero ahora volvía a estar hambrienta, y acechaba a su víctima con más ganas que nunca.
Qué bonitas las tardes en la casa de campo de la abuela. Recuerdo sus grandes gafas, su pelo rizado y sus modos y costumbres. Nunca le cogió el truco a aquello de envejecer.
Creo que en las mismas fechas que nos encontramos se sitúan aquellos recuerdos, solo que años atrás.
Mamá y papá llegarían pronto esta vez, dijeron que saldrían temprano, así que llegarían a tiempo para la hora de la cena, mientras concluíamos con los preparativos de la mesa y la comida se escucharon estruendos en el jardín.
Mi nana y yo salimos. Eran chisporroteantes y coloridos fuegos artificiales que parecían situarse justo enfrente de la Luna. Era un niño miedoso, así que me llevé las manos a los oídos. Detestaba y temía los ruidos fuertes casi tanto como la oscuridad.
Nana me las cogió delicadamente y me las llevó hasta el lugar donde se sitúa cierto órgano vital (que, por lo visto, es el causante de muchas catástrofes en la vida sentimental y no tan sentimental de una persona).
-¿Ves?¿Notas como las explosiones son como nuevos latidos en el cielo, y que las nubes se desvanecen y desobstruyen tu pecho? Yo siento plenitud.
Volvimos al interior de la casa, unos minutos después de que entrásemos sonó el teléfono. Mamá y papá tardarían, la promesa de llegar en el momento justo esta vez se volvieron a esfumar, por tercer año consecutivo.
La abuela cocinaba, yo, mientras tanto, veía un programa especial navideño para niños. Bueno, exactamente no lo veía, simplemente clavaba mis ojos en la pantalla mientras reflexionaba, y cuando por fin mi cabeza estuvo a punto de echar humo surgió una pregunta de la nada.
Fui a la cocina, pero no había nadie. Y como de costumbre, en esas ocasiones que nadie miraba, iba a la despensa a coger reservas de galletas.
Al girar el pomo y al abrir la puerta me encontré el delicado y rechoncho cuerpo de la abuela en el suelo. Agonizaba aún.
Pedir ayuda en ese momento me resultó algo secundario, estaba cegado por los nervios, y empujado, quizás por un impulso egoísta, o tan solo de un niño asustado, corrí a su lado, me agaché y posé lentamente sus cabeza en mis rodillas. No lloré.
-¿Nana?
No hubo respuesta, solo intentos de sobrevivir.
-Nana, ya lo sé. Ya sé porqué las nubes no se iban de mi pecho.
De pronto noté un cambio en su mirada, una mirada aparentemente comprensiva y protectora, pese a los acontecimientos.
-La Luna es la que hace que las nubes se vayan para que dejen latir a esas preciosas luces centelleantes que explotan allá en lo alto, es su momento de gloria, y no quiere que nadie se lo estropee. Pero la Luna se lo hace entender a las nubes de una forma dulce. Como tú lo haces conmigo, y como lo has hecho también esta noche. Se lo has hecho entender, y mira Nana -llevé mi pecho a su oído derecho- ¿Ves?¿Notas, tú, mi Luna, como has hecho disiparse la niebla y las nubes de aquí? Yo siento que tú eres mi plenitud.
Para cuando escuché la puerta del recibidor abrirse tras varios intentos con el timbre, la Luna estaba en lo alto del cielo, presidiendo aquel mantel nocturno, completamente llena. Y yo, para entonces ya había empezado a correr y a dejar atrás varios metros al cabo de los minutos. Parón brusco. Manos sobre las rodillas, espalda encorvada e intentos de normalizar mi acelerada respiración. Me tumbé sobre el manto blanco que recubría lo que en sus días de primavera fue una alfombra de flores, y con mis cinco sentidos sentí el primer latido verdadero de aquel mecanismo incomprensible al que llamamos corazón.