miércoles, 10 de julio de 2013

De latidos y de cielos compartidos.

Sonrisa triunfante, y por tanto conducta de triunfador. Cucharilla y sabor a nata, bizcocho y fresas.
Época de fiestas y familia, la nieve incesante, niños impacientes, envolturas de regalos aguardando su final bajo un abeto perfectamente decorado con motivos navideños y... Yo.
A esta última frase le sentaría de maravilla aquello de: ¿Qué palabra se ha colado aquí? Entonces, obediente y con cara de inocencia levantaría la mano confesando mi culpabilidad. Yo. Pero es que yo nunca formé parte del mural de los acontecimientos, ni el de los perfectos compañeros, amigos o amantes. Culpable.
¡Qué perfecto idiota!
Con su reluciente despacho en la empresa más prestigiosa de la ciudad, su maravilloso puesto, el primero de su promoción, padres sonrientes, vida perfecta.
Sacar las llaves del bolsillo del abrigo, abrir la puerta de su hogar, mortífera soledad. Siempre me ha gustado el otro punto de vista, el de la aparente perfección.
Es que, una vez que estás dentro del pellejo del que está bajo la atenta mirada acusadora de la pretenciosa perfección la cosa pierde cierta gracia.
Bueno, pero esta no va a ser la historia del niño bien frustrado por los deseos de sus padres.
En cierto modo, sí sería así, pero a cada uno le basta con sus propias manos para asfixiarse.
Creo que mi pecho nunca se había sentido oprimido, hasta el momento clave del impacto y las posterior devastación. O mirándolo desde los ojos del propietario de la caja torácica (en la cual temblaba cada vertebra con la simple contemplación de un amanecer desde cierto momento de su vida), sobre su pecho siempre había hecho de las suyas (al parecer) toda la presión acumulada en los confines del mundo, pero cuando se daban las condiciones necesarias, la presión volvía a sus orígenes. Pero ahora volvía a estar hambrienta, y acechaba a su víctima con más ganas que nunca.
Qué bonitas las tardes en la casa de campo de la abuela. Recuerdo sus grandes gafas, su pelo rizado y sus modos y costumbres. Nunca le cogió el truco a aquello de envejecer.
Creo que en las mismas fechas que nos encontramos se sitúan aquellos recuerdos, solo que años atrás.
Mamá y papá llegarían pronto esta vez, dijeron que saldrían temprano, así que llegarían a tiempo para la hora de la cena, mientras concluíamos con los preparativos de la mesa y la comida se escucharon estruendos en el jardín.
Mi nana y yo salimos. Eran chisporroteantes y coloridos fuegos artificiales que parecían situarse justo enfrente de la Luna. Era un niño miedoso, así que me llevé las manos a los oídos. Detestaba y temía los ruidos fuertes casi tanto como la oscuridad.
Nana me las cogió delicadamente y me las llevó hasta el lugar donde se sitúa cierto órgano vital (que, por lo visto, es el causante de muchas catástrofes en la vida sentimental y no tan sentimental de una persona).
-¿Ves?¿Notas como las explosiones son como nuevos latidos en el cielo, y que las nubes se desvanecen y desobstruyen tu pecho? Yo siento plenitud.
Volvimos al interior de la casa, unos minutos después de que entrásemos sonó el teléfono. Mamá y papá tardarían, la promesa de llegar en el momento justo esta vez se volvieron a esfumar, por tercer año consecutivo.
La abuela cocinaba, yo, mientras tanto, veía un programa especial navideño para niños. Bueno, exactamente no lo veía, simplemente clavaba mis ojos en la pantalla mientras reflexionaba, y cuando por fin mi cabeza estuvo a punto de echar humo surgió una pregunta de la nada.
Fui a la cocina, pero no había nadie. Y como de costumbre, en esas ocasiones que nadie miraba, iba a la despensa a coger reservas de galletas.
Al girar el pomo y al abrir la puerta me encontré el delicado y rechoncho cuerpo de la abuela en el suelo. Agonizaba aún.
Pedir ayuda en ese momento me resultó algo secundario, estaba cegado por los nervios, y empujado, quizás por un impulso egoísta, o tan solo de un niño asustado, corrí a su lado, me agaché y posé lentamente sus cabeza en mis rodillas. No lloré.
-¿Nana?
No hubo respuesta, solo intentos de sobrevivir.
-Nana, ya lo sé. Ya sé porqué las nubes no se iban de mi pecho.
De pronto noté un cambio en su mirada, una mirada aparentemente comprensiva y protectora, pese a los acontecimientos.
-La Luna es la que hace que las nubes se vayan para que dejen latir a esas preciosas luces centelleantes que explotan allá en lo alto, es su momento de gloria, y no quiere que nadie se lo estropee. Pero la Luna se lo hace entender a las nubes de una forma dulce. Como tú lo haces conmigo, y como lo has hecho también esta noche. Se lo has hecho entender, y mira Nana -llevé mi pecho a su oído derecho- ¿Ves?¿Notas, tú, mi Luna, como has hecho disiparse la niebla y las nubes de aquí? Yo siento que tú eres mi plenitud.
Para cuando escuché la puerta del recibidor abrirse tras varios intentos con el timbre, la Luna estaba en lo alto del cielo, presidiendo aquel mantel nocturno, completamente llena. Y yo, para entonces ya había empezado a correr y a dejar atrás varios metros al cabo de los minutos. Parón brusco. Manos sobre las rodillas, espalda encorvada e intentos de normalizar mi acelerada respiración. Me tumbé sobre el manto blanco que recubría lo que en sus días de primavera fue una alfombra de flores, y con mis cinco sentidos sentí el primer latido verdadero de aquel mecanismo incomprensible al que llamamos corazón.





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