domingo, 10 de febrero de 2013

Hermética.

El barco zarpó alrededor de las seis y media de la mañana rumbo a algún lugar nunca andado por mis desgastados zapatos, pese a que aquellas suelas ya acarreaban el peso de bastantes kilómetros.
Mientras pasaban los minutos iba curioseando aquí y allá, incluso estuve en la bodega. Me la imaginaba de otra forma, húmeda y tenebrosa, o quizás fueran así todas menos aquella. Era cálida en cierta forma, y, aunque todo estuviese inundado por el equipaje de los pasajeros, me atrevería, incluso, a decir que era acogedora.
Además, alguien más también descubrió el agradable clima que reinaba en aquel lugar, puesto que se escuchaba una melodía proveniente de una armónica.
Seguí la melodía melancólica, como si de un sendero ya marcado se tratase, y llegué a un lugar donde tan solo había cajas, en lugar de maletas y paquetes. En una caja de tamaño mediano y con la madera desgastada se hallaba sentado un señor con escasa barba, un sombrero con el ala algo levantada cubriéndole la cabeza y unos huesudos dedos que tocaban unas notas que parecían conocer a la perfección en una armónica plateada, puesto que no sería precisamente la primera vez que la tocaban.
El hombre cesó de tocar al notar mi presencia, y al no haber sonido alguno, excepto el de nuestras respiraciones, el movimiento del equipaje y el crujido de la madera bajo y sobre nuestros pies, sentí que algo había desaparecido del ameno ambiente.
-¿Qué quieres, chico?
Me quedé un rato absorto antes de contestar, ya que aquella pregunta que se me había presentado tenía múltiples respuestas, aunque la mayoría no sonaría coherente para aquella situación, ni tampoco para aquel hombre.
-Nada, solo escuchaba la canción. Por cierto, ¿cómo se llama?
-¿La canción, yo o la armónica?
-Me refería a la canción, aunque si quiere decirme el de la armónica y el suyo propio, no me importaría.
-La canción no tiene nombre, y en caso de que lo tenga es como el tuyo para mí ahora mismo, desconocido.
-Soy Jack, ¿y usted?
-Pues verás, en cuanto a eso tampoco estoy muy seguro.
-¿Cómo no puede estar usted seguro de su propio nombre?
-Es la verdad, chico, y dudo que tú lo puedas entender.
-Francamente me parece poco posible, pero, por lo menos, intente explicármelo.
- Verás, es algo complejo, mi nombre es Travis, o mejor dicho, es el nombre que me otorgaron cuando nací.
-¿Y qué tiene eso de complejo?
-Calla chico, déjame explicártelo. Yo sé que ese es el nombre con el que me conocían ellos, mis familiares, mis amigos e, incluso, ahora mismo, tú. Pero imagina que fuese a cualquier otro sitio, pongamos que hablo de Marsella, Bruselas, Ohio... ¿Crees que a cualquier persona que me encontrase en alguno de esos lugares o en otro cualquiera se les pasaría por la cabeza que me nombraron de esta manera?
-Supongo que no.
-Claro. Podría decir:  Hola, encantado, soy John, o Phil. Y nadie podría acusarme de mentir, ya que no saben la verdad. Quizás algunas cosas de la vida sean así.
-¿Qué cosas?
-Cosas. Como una época sombría en la vida de algunas personas, cosas con las que acarrea el mundo y los seres que lo habitan. Incluso te podría mentir ahora mismo a ti, chico.
-No lo creo.
-¿Por qué? Ya te he dicho que se puede mentir a cualquiera.
-Porque lo siento.
-¿Qué sientes?
-Siento que usted no me miente. Las mentiras pesan mucho, y usted no parece que lleve mucha carga en su espalda.
-Ja, ja, ja.
-¿De qué se ríe?
-Ay, chico, si yo te contase la cantidad de mentiras que se pueden guardar tras unos ojos en lugar de en una espalda sustentada por una vieja columna de débiles huesos que hace las veces como el pilar de un templo olvidado, o en unos hábiles dedos con miles de canciones ya tocadas en lugar de al lado de un cansado corazón.
Travis (si realmente se llamaba así) se levantó de la caja enérgicamente. Cojeaba un poco de la pierna derecha. Fue hacia la puerta para salir de la bodega, estaríamos a punto de llegar a nuestro destino.
Cuando pensaba que no articularía palabra o movimiento de despedida, me sorprendió:
-Eh, chico, toma, cógela.
Me dio su armónica.
-¿Por qué me la das?¿No guarda todas tus mentiras?
-Bueno, pero te la doy como una especie de herencia, por escucharme y dejarme decirle mi verdad a alguien. Creo que es la hora de que esa armónica descanse en su función de guardar las mentiras convertidas en melodías de este viejo. Trátala bien, lleva el gran peso del mundo.
-Travis.
-¿Sí?
-¿Cómo debo llamarla?
-Vaya -gesticuló una sonrisa- tú debes ponerle un hermoso nombre, para que, cuando transforme tus mentiras y verdades en algo más liviano, la admires como lo que es, algo especial y maravilloso, como la música misma.
-Pero, ¿tú cómo la llamabas cuando te escuchaba a ti?
-Oh, pequeño Jack. Creo que eso deberás preguntárselo a ella. Recuerda que es la única que sabe mis verdades, yo tal vez te mienta, ya que la vida en sí es una gran mentira.

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